«Me sorprende que solamente se vea a españoles en Gdansk, ¿dónde están los italianos?» pregunta la guía del grupo de periodistas españoles, micrófono en mano en el autocar. «Es que nosotros tenemos cien mil millones para gastar, y ellos no», responde alguien desde el fondo. En tiempos de crisis, la canallesca es más canalla que nunca.

Hay ganas de ver fútbol pero también de confraternizar con una población local nada acostumbrada a estos despliegues humanos. «¿A quien conocen ustedes de nuestros futbolistas?», pregunta ilusionada la guía antes de llevarse el chasco: «Smolarek, Lato…». Inasequible al desaliento, la chica contraataca: «Han salido algunos jugadores buenos más desde el Mundial de España, no crean…».

Comemos en un bufet libre en el centro de Gdansk, una ciudad de 470 mil habitantes. Empiezan a correr ríos de cerveza, mientras atacamos una abundante selección de fiambres y ensaladas para acolchar el estómago y no llegar al estadio como una horda ebria de bárbaros del sur. Fracasamos en el intento: llegamos como una horda ebria al estadio.

Nuestro grupo es dispar. Coexisten algún periodista culé, como un servidor, con ilustres nombres del madridismo, como Eduardo Inda, David Gistau o Paco García Caridad. En el sector ilustrado, destacan Pepe Oneto, Pedro Piqueras, Juan Pedro Valentín, Ignacio Escolar e Ignacio Camacho. En todo grupo de periodistas, es bueno incorporar a algún contertulio, para que rellene (gratis) las horas muertas con su animada charla.

El equipo cuenta con la inestimable aportación humorística de Juan Luis Cano, la mitad más futbolera de Gomaespuma, y con el contrapunto intrépido de Jon Sistiaga. También está Herman Terscht, que en horario diurno pasa bastante inadvertido.

En la proporción de contertulios por viajante nos lleva mucha ventaja el otro gran grupo de periodistas españoles que ha llegado a Gdansk. Allí están Miguel Ángel Rodríguez, Fernando Jáuregui, Carlos Herrera y Matías Prats, entre otros prebostes de la cámara, la pluma y el micrófono. Los encontramos comiendo en el restaurante contiguo. Allí los catalanes descubrimos poderosos refuerzos: Olga Viza, Xavier Vidal-Folch, Àngels Barceló y Esther Jaén conforman una rocosa fuerza de choque.

El asalto al estadio, una bombonera de color ámbar, moviliza a todos los efectivos. La selección sale a jugar como siempre, construyendo el juego desde el puente de mando del mariscal Xavi con el toque de genio e inspiración de un hiperactivo Andrés Iniesta. La falta de un delantero de referencia –Villa es el gran ausente, y su nombre fue coreado en la grada como una invocación lastimera- deja al equipo un tanto romo.

Animando, la afición italiana es como su equipo, de una alta eficacia con un mínimo esfuerzo: intervienen pocas veces, pero frasean a la perfección los gritos de «Italia, Italia«, que retumban en el estadio como un coro de Verdi en un teatro de ópera. El ratio esfuerzo/resultado es también muy elevado en la escuadra azul: con mucho menos dominio que España, Italia inaugura el marcador en el segundo tiempo y obliga a los de Del Bosque a un reajuste táctico y a una sobreproducción de testosterona.

El empate hace justicia. La aportación de Cesc ha dado algo más de verticalidad al equipo, que ni con la entrada de Torres -salvo galopada aislada- logra alterar las pulsaciones del bueno de Bufón.

El primer ensayo de Del Bosque no ha dado el resultado esperado. Bien es cierto que con Italia a ningún equipo le suele ir bien. Es un fútbol el italiano que desluce siempre al rival. Pero en el grupo de periodistas hay consenso en dos cosas. Uno: el ataque no está resuelto. Y dos (merengues incluídos): la solución a cualquier problema de España pasa por más Iniesta. Grupo tan ilustre no puede errar el diagnóstico.